"Dentelladas", de Soledad Gomez Novaro

Dentelladas, Soledad Gómez Novaro

Dentelladas

de Soledad Gómez Novaro

-plaquettes de la mariposa y la iguana-


18 de mayo, 19 hs

Presentación a cargo de: 
Paula Jiménez España

Lectura a cargo de la autora

en el Museo del libro y de la lengua

auditorio David Viñas
Av. Las Heras 2555
"Yo fui casa sin jardín, por las espinas. Adentro dormían las leonas, siempre detrás de las rejas. Y yo me deshabitaba...""Yo fui casa-lejos, casa-jaula con leonas adentro...""Me era fácil esconder los arabescos y vagar por ahí, descalza, hasta el alambrado...""Si me iba algo se haría trizas y heridas y costras y llagas.Se haría trizas el mundo en la pared y los ojos-pájaro volando en el cielo de estuco y de cal...."


Dentelladas, de Soledad Gómez Novaro
por PAULA JIMÉNEZ ESPAÑA

Paula Jiménez España,
Soledad Gómez Novaro
Me resulta inevitable pensar en Piezas crudas, el libro anterior de Soledad Gómez Novaro, a la hora de referirme a Dentelladas. No porque necesite compararlos, son dos obras independientes e igualmente disfrutables, sino  porque creo que hay una continuidad entre ambos, una ligazón.  En aquél libro, lo crudo irrumpió con toda su fuerza, y con él, el escape del animal encerrado, el acecho de lo instintivo sobre el lenguaje, el gran domesticado. Aquél fue el gesto inicial, el de arranque, cuya fuerza reveló una identidad literaria que surgía con gran poder en la pluma de Soledad. Cierta desesperación tenía ese texto, propia de ese animal que de golpe salía a morder, a morir o a matar. A escribir.  En Dentelladas, no se presiente esa desesperación, sino el tanteo de sus patas sobre la tierra firme, la exploración del cuerpo en la materia del lenguaje. El animal ya salió. Ahora se prueba moviéndose en un mundo que lo desorienta, donde cada cosa puede ser otra, una casa puede ser él, ella, que a su vez puede ser un arabesco, que a su vez podría ser viento, nada. Y en Dentelladas, a diferencia de Piezas crudas, el animal es identificable. Ya no es uno cualquiera, y ni siquiera un animal, sino varios, varias, es un plural femenino: leonas. Son hembras, las reinas de la selva. El plural, paradójicamente, destituye el poder univoco de cualquier monarquía, porque son muchas quienes portan la corona. En la jerga popular la palabra leona se aplica a la que defiende a sus crías, su tierra, la mujer peleadora, la heroína televisiva o cinematográfica que muestra sus garras, la apasionada. Sin embargo, como si una mujer tuviese la necesidad o la obligación de esconder la leona que tiene adentro, es decir, la necesidad de no dar a conocer su bravura, no sin ironía, en Dentelladas las leonas de Soledad a veces se ocultan o aparecen camufladas Dice la autora: “–No le digas a nadie que sos una leona. / Entonces yo era una casa”. En otro momento escribe, en refuerzo de esta idea que acabo de enunciar: “Yo fui casa sin jardín, por las espinas. Adentro dormían las leonas, siempre detrás de la reja”.
Casi como si lo opuesto a la lucha, a la hincadura del colmillo, fuera la seguridad del hogar: el lugar donde el lenguaje permanecería entre rejas, a salvo de toda irrupción desestabilizadora. Uso esta forma hipotética, “permanecería”, porque obviamente aludo a lo que del hogar se espera  y no a ese lugar real que es la casa donde, muchas veces por reacción del hijo o la hija, la propia lengua natal se vuelve insurrecta y desobediente y nace por ejemplo, contra toda predicción, un o una poeta. Es decir, nace de un hogar decente, el ser más inútil de la tierra, un ser que obedece a la lírica y que, como dice Diana Bellessi en la Pequeña voz del mundo, es la idiota de la familia. La idiota que se hace la idiota, es decir, la que sabe escuchar. El comienzo de este precioso texto de Soledad, Dentelladas, es un juego muy a su medida, a su humor y a su ironía; se trata de un mandato limitante que cae sobre el yo y se expresa por la negativa, el yo le prohíbe al yo, sensatamente, la emergencia de toda liberación, de todo vaciamiento. El texto dice:
“No seas.
No pronuncies las púas, los vidrios rotos, los baldíos, la empalizada, los pies descalzos.
No seas.
No cuentes la sarna y la lluvia, las costras, el pan duro.
No seas.
No digas en la fiesta el alambre crudo, o el borde,  o el afuera y la ropa descosida.
No seas.
No grites los perros flacos, el agua sucia, los días helados.”

El ser es entonces una bolsa cerrada llena de metáforas que el yo le ordena no abrir, se lo ordena para que no se revelen todas las imágenes poderosas e ingobernables que lo componen. Cuando escribe “no pronuncies las púas”, está diciendo no digas lo inconveniente, lo punzante, lo incómodo. El yo lírico es tan esdrújulo como irónico, por supuesto, ya que con la explicitación de esta orden de silenciamiento, lo que hace precisamente es hacerlo hablar. Este yo sale a retar al otro yo desde la conciencia de una guerra íntima que para el animal de Piezas crudas aun era sorda: ahora reconoce la tensión, sabe de qué se trata. El arranque de Dentelladas además de abrir este juego, plantea una puesta estética, la elección de un lenguaje delicado que se soporta en elementos de la tierra para hablar del espíritu moviéndose en el mundo: vidrios rotos, baldíos, empalizada, pies descalzos, sarna, lluvia, costras, pan duro, etc.  Esta abundancia de materia tangible y de personajes que desfilan por Dentelladas, y que es una de sus características principales, va de la mano de una idea crucial de este texto: el anhelo de despersonalización, de repartirse como el pan entre los hombres, es decir, ser en todo para no ser en nada, ser la dilución de las diferencias. Mencionar esto me lleva al hermoso poema El gozante de Manuel Castilla, que a Sole y a mí nos gusta tanto y que dice: "Estoy solo de espaldas transformándome./ En este mismo instante un saurio me envejece y soy leña/ y miro por los ojos de las alas de las mariposas / un ocaso vinoso y transparente. / En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho. / De mí nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego con rocío. / Sé que en este momento, dentro de mí, / nace el viento como un enardecido río de uñas y de agua."
La apuesta de Soledad como la de Manuel desacomoda la misma lógica inclusiva, jerárquica del mundo ordinario, ¿que está adentro de qué? ¿el cuerpo dentro del viento, el viento de él? ¿Quién goza? ¿Dónde se goza, en uno mismo, en el otro, en los otros? Como en los dibujos de Escher, donde una escalera va a parar al interior de una casa que va a parar a otra y a otra, de la que nunca se puede salir y donde el afuera y el adentro terminan siendo categorías que no cuentan. Por eso aquí no es la casa la que se deshabita sino el yo. O no hay casa ni hay yo. En  este texto la autora repite las palabras Y yo me deshabitaba, como un mantra. La repetición del pronombre “Yo” termina finalmente desalojándolo del discurso. Cuando está en todo, el yo no está en nada, como los ídolos del rock que desaparecen en el yo de sus seguidores. O como en la película Quieres ser John Malcovich, en la que quienes miran desde los ojos de este actor se ven a sí mismo en cualquier cara para no verse realmente en ninguna.    
En el poema 1 de Dentelladas, Soledad dice: “Yo fui casa sin jardín, por las espinas. Adentro dormían las leonas, siempre detrás de la reja. Y yo me deshabitaba. –Y no ilumines los rincones –me decían–. Mejor dormí. Y cerraban la puerta. Y me deshabitaba, sola. Y andaba por ahí con los vidrios rotos. – ¿Y qué hacen las leonas sueltas?, –me gritaban–. ¡A la jaula! ¡A la jaula! Y yo era un cuarto triste, lujoso y triste, sin jardín, por las espinas”.
Y en el poema 3 dice: “Yo dibujaba  arabescos. Los dibujaba bien. Eran nítidos, casi de carne y hueso.
Yo los aplacaba, pero poco. Tenían la voz fuerte y a veces se hacían jauría. Pasaba el tiempo con ellos y me invitaron a irme. Les pedí que esperaran y fui también arabesco, con ellos.
Era arabesco y a la vez era casa, mientras todos dormían. Y me deshabitaba”. 
Hete aquí los arabescos, los aparentes antagonistas de las leonas en Dentelladas. Se los presento, son personajes hechos de lenguaje, puro borde, línea decorativa, cuya insustancialidad les permite asumir personalidades múltiples. En el fragmento del poema 3, antes citado, por ejemplo, terminan alineándose con los perros: Tenían la voz fuerte y a veces se hacían jauría. No me extrañaría que ladraran. A veces, los arabescos de Soledad Gómez Novaro tienen muy mal carácter e inhiben a las leonas. Dice en el poema 6: “Los arabescos eran irascibles. Podía oír sus gruñidos, sus dentelladas. Pero las leonas dormían, no hacían caso de ellos”.
Otras veces transvasan su identidad y se convierten en el yo. El poema 5 dice:
“–¿Qué son esos dibujos?
–Nada –contestaba yo y los escondía.
Hoy miro fotos de ese tiempo y yo era un arabesco. Nunca estuve”
Este “nunca estuve” es la confesión final, la verdad debajo de Y yo me deshabitaba. Yo me deshabitaba porque nunca me habité, porque nunca estuve. Porque si me hubiera habitado, no habría habido poesía. Porque si yo hubiera estado todo se habría agotado en mí, no se habrían abierto las posibilidades del misterio que es una de las condiciones de la escritura literaria. Este nunca estuve, también me hace pensar en otro ausente, Robert Walser, en un texto de reciente publicación sobre él de Vanesa Guerra, donde la autora cuenta que Walser quiso dejar su vida lo menos vivida posible. Por eso Walser caminó y caminó mirando desde afuera, paseando por la vida, amando sin implicarse, sin importarle si era o no amado. En Soledad Gómez Novaro esta experiencia es sustancialmente distinta, porque su pluma atraviesa la vida. El otro día María Negroni decía que la poesía era esto, y atravesó una hoja con un lápiz, rompiéndola. Ese es el gesto de Soledad, que para escribir no puede dejar de romper. Sí, estoy segura, anhela ese aprendizaje zen, esa aniquilación de la personalidad porque allí se asienta la primera cárcel, que es el lenguaje. Y la manera que encuentra de liberarse de él es escuchar con atención, no dejar que las palabras mueran en expresiones vacías, hacerlas revivir como a Lázaro (que no es Baez, un ejemplo de cómo cuando una palabra está tan sobrecargada de sentido termina resultando una no palabra).
Volviendo a Dentelladas, después de esta digresión, cito el final del poema 6 que dice: “Si me iba algo se haría trizas”, y al comienzo del 7, la autora vuelve a tomar esta palabra para aclararnos que no fue ingenua en su uso: Si me iba, algo se haría trizas y heridas y costras y llagas.
Y ya que estoy aquí voy a transcribir la totalidad de este poema que dice:
“Se haría trizas el mundo en la pared y los ojos–pájaro volando en el cielo de estuco y de cal.
Si me iba algo se haría trizas  y tendría collares de charcos, de musgo. Pulseras de pedregullo, de vidrios rotos, de madera astillada de cajón de frutas”.
Como verán, utilicé bastantes veces la palabra poema para referirme a los textos de Dentelladas porque para mí no se trata de otra cosa aunque Soledad se conduzca con tanto respeto en relación a la poesía que no ose jamás decirle a nadie que lo que hace tiene ese nombre. No me importa. No necesito su aprobación para esto ni resulta indispensable que ella lo asuma de esta forma. El deleite, el goce, el erotismo que se deslizan en el lenguaje de Soledad Gómez Novaro me recuerdan a poéticas como la de Olivero Girondo, el más juguetón de los poetas que leí. El texto con el que arranca el libro, el que comienza con el No seas, me trae al Ya no de Idea Villariño e incluso encuentro alguna relación con la más irónica de todas las chicas, la mexicana Rosario Castellanos. De todas maneras, traigo estos nombres solo para ligar a Soledad a una tradición no tan contemporánea aunque sí actual, de poetas latinoamericanos y latinoamericanas con un gran sentido de la musicalidad y la belleza. Para ejemplificar una vez más cómo estas condiciones están reunidas en la poesía de Soledad Gómez Novaro quisiera leerles el final del libro, que dice así:
"El campo me abrazó leona y salí en noche mordida de grillos.
Y fui en espiral, en caracol, abajo adentro hasta el estanque.
En el fondo el agua oscura brillaba dormida y despacio como brillan las ciruelas en la luz susurrada.
Dormía el agua repitiendo la noche en su canto de grillos redondo y lejos.
Bebí leona y desperté en mi nido profundo. Bebí el agua y la noche y fui la noche con ella.
Fui el campo y el vientre del río. Fui los bosques sin puertas, los pájaros breves. Fui el viento, el viento y su lomo mojado."


   

Soledad Gómez Novaro

Nació en Buenos Aires en 1970.
Estudió la carrera de Letras y se desempeña como docente. Participó en talleres y espectáculos de narración oral. Actualmente se dedica a explorar posibilidades creativas en la escritura.
Junto con otros autores, integró las antologías de poesía y narrativa: Y no ilumines los rincones (La Mariposa y la Iguana, 2015) yTal vez debería yo hablar del fuego, sólo del fuego (La Mariposa y la Iguana, 2012).
Publicó Piezas Crudas (La Mariposa y la Iguana, 2014).

No hay comentarios:

Publicar un comentario