Alberto Caeiro. Biografía y poemas

Alberto Caeiro





Nace en 1889 en Lisboa y muere de tuberculosis en 1915.
Físicamente de estatura mediana, cabello rubio albino y ojos azules. Fue el autor de: El cuidador de rebaños, El pastor amoroso y Poemas inconjuntos; reunidos por Ricardo Reis bajo el título de Ficciones de interludio.
Vivió casi toda su vida en el campo, en Ribatejo. No tuvo más educación que la primaria por eso «escribía mal el portugués». Poeta pagano que se nutre de la observación inmediata de la naturaleza, su estilo es sencillo, despojado.
Fueron sus discípulos Ricardo Reis, Álvaro de Campos, Antonio Mora y hasta el mismo Pessoa quien se consideraba discípulo de su heterónimo.
En sus  Notas para recordar a A. Caeiro, Álvaro de Campos dirá: «Es muy curiosa la compleja simplicidad de Caeiro. Es también muy curiosa la evolución de su concepto de universo o, mejor, de la falta de universo. Siendo absolutamente un sensacionista, sus sensaciones son inteligentes, tienen raciocinio propio, tienen un poder crítico propio. Comenzando como una especie de Francisco de Asis sin fe, se fue arrastrando lentamente, arañándose en los obstáculos, a través de la confusión de lo que había aprendido, felizmente poco, hasta que apareció desnudo. Fue la culminación de El cuidador de rebaños…»

Los siguientes poemas están incluidos en la Antología poética publicada por La mariposa y la iguana, traducida por Letcia Hernando.

de El Cuidador de rebaños

V

Hay metafísica bastante en no pensar en nada. 
¿Qué pienso yo del mundo? 
¡Qué sé yo lo que pienso del mundo! 
Si me enfermara pensaría en eso. 
¿Qué idea tengo de las cosas? 
¿Qué opinión tengo sobre las causas y los efectos? 
¿Qué tengo meditado sobre Dios y el alma 
y sobre la creación del Mundo? 
No sé. Para mí pensar en eso es cerrar los ojos 
y no pensar. Es correr las cortinas 
de mi ventana (pero ella no tiene cortinas). 
¿El misterio de las cosas? ¡Qué sé yo qué es misterio! 
El único misterio es que haya alguien que piense en el misterio. 
Quien está al sol y cierra los ojos, 
comienza a no saber qué es el sol 
y a pensar muchas cosas llenas de calor. 
Pero abre los ojos y ve al sol, 
y ya no puede pensar en nada, 
porque la luz del sol vale más que los pensamientos 
de todos los filósofos y de todos los poetas. 
La luz del sol no sabe lo que hace 
y por eso no se equivoca y es común y buena. 
¿Metafísica? ¿Qué metafísica tienen aquellos árboles? 
La de ser verdes y frondosos y tener ramas 
y la de dar fruto en su momento, lo que no nos hace pensar, 
a nosotros, que no sabemos dar nada por ellos. 
¿Pero qué mejor metafísica que la suya, 
que es la de no saber para qué viven 
ni saber que no lo saben? 
«Constitución íntima de las cosas»... 
«Sentido íntimo del Universo»... 
Todo esto es falso, todo esto no quiere decir nada. 
Es increíble que se pueda pensar en cosas así. 
Es como pensar en razones y fines 
cuando el comienzo de la mañana está asomando y a los costados de los árboles 
un vago oro lustroso va perdiendo la oscuridad. 
Pensar en el sentido íntimo de las cosas 
es un agregado, como pensar en la salud 
o llevar un vaso de agua de las fuentes. 
El único sentido íntimo de las cosas 
es que ellas no tengan sentido íntimo alguno. 
No creo en Dios porque nunca lo vi. 
Si él quisiera que yo creyera en él, 
sin duda vendría a hablar conmigo 
y entraría por mi puerta 
diciéndome, ¡Aquí estoy! 
(Esto es tal vez ridículo a los oídos 
de quien, por no saber qué es mirar las cosas, 
no comprende a quien habla de ellas 
con un modo de hablar que a reparar en ellas enseña.) 
Pero si Dios es las flores y los árboles 
y los montes y sol y la luz de luna, 
entonces creo en él, 
entonces creo en él a toda hora, 
y mi vida es toda una oración y una misa, 
y una comunión con los ojos y por los oídos. 
Pero si Dios es los árboles y las flores 
y los montes y la luz de luna y el sol, 
¿Para qué llamarlo Dios? 
Lo llamo flores y árboles y montes y sol y luz de luna; 
porque si él se hizo, para que yo lo vea, 
sol y luz de luna y flores y árboles y montes, 
si él se me aparece como siendo árboles y montes 
y luz de luna y sol y flores, 
es que quiere que lo conozca 
como árboles y montes y flores y luz de luna y sol. 
Y por eso yo le obedezco, 
(¿Qué más sé yo de Dios que Dios de sí mismo?), 
le obedezco viviendo, espontáneamente, 
como quien abre los ojos y ve, 
y lo llamo luz de luna y sol y flores y árboles y montes, 
y lo amo sin pensar en él, 
y lo pienso viendo y oyendo, 
y ando con él a toda hora.  

de Poemas inconjuntos



Me dices: eres algo  más 
que una piedra o una planta. 
Me dices: Sientes, piensas y sabes 
que piensas y sientes. 
Entonces, ¿las piedras escriben versos? 
Entonces, ¿las plantas tienen ideas sobre el mundo? 

Sí: existe una diferencia. 
Pero no es la diferencia que encuentras; 
Porque el tener consciencia no me obliga a tener teorías sobre 
las cosas: 
Sólo me obliga a ser consciente. 

¿Si soy más que una piedra o una planta? No lo sé. 
Soy diferente. No sé que es más o menos. 

¿Tener consciencia es más que tener color? 
Puede ser y puede no ser. 
Apenas sé que es diferente. 
Nadie puede probar que es más que sólo diferente. 

Sé que la piedra es real y que la planta existe. 
Sé esto porque ellas existen. 
Sé esto porque mis sentidos me lo muestran. 
Sé que yo soy real también. 
Sé esto porque mis sentidos me lo muestran, 
Aunque con menos claridad con que me muestran la piedra y la planta. 
No sé más nada. 

Sí, escribo versos y la piedra no escribe versos. 

Sí, tengo ideas sobre el mundo y la planta ninguna. 
Pero es que las piedras no son poetas, son piedras; 
y las plantas solo son plantas y no pensadores. 
Tanto puedo decir que soy superior a ellas por esto, 
Como que soy inferior. 
Pero no digo eso: digo de la piedra, «es una piedra», 
Digo de la planta, «es una planta», 
Digo de mí, «soy yo». 
Y no digo nada más. ¿Qué más hay por decir?


*   *   *


Si el hombre fuera, como debería ser, 
No un animal enfermo, sino el más perfecto de los animales, 
Animal directo y no indirecto, 
Debería ser otra su forma de encontrarle sentido a las cosas, 
Otra y verdadera. 
Debería haber adquirido un sentido del «conjunto»; 
Un sentido como ver y oír del «total» de las cosas 
Y no, como tenemos, un pensamiento del «conjunto»; 
Y no, como tenemos, una idea, del «total» de las cosas. 
Y así -veríamos- no tendríamos noción del «conjunto» o del «total», 
Porque el sentido del «total» o del «conjunto» no viene de un total o de un conjunto
sino de la verdadera Naturaleza, tal vez ni todo ni partes.


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