Prosas del desbarranco, de Leticia Hernando

Porque a los que gritan se los amordaza, porque estuvimos gritando toda la noche, dueñas del silencio, y por bailar los barrancos más altos del desierto, doblada en mi cuerpo, tocada por la posibilidad de un verso, he bordado letras en un pulcro papel, tejido cajitas de Pandora. Implorado, feral y sin lenguaje, por una palabra que se abra. 
Solo ramilletes de papeles doblados que esa persona que se llama madre ha guardado, sin leer, junto a los libros infantiles.
Mas ay! madre, si supieras, cuanto en mí hay de silencio, cuanto en mí puede el vértigo.
(carníboras las palabras, hacen y deshacen. Y hasta puede que ya no me desarme.)
Una vez me ahogué. Y me sacaron de los pelos de un pozo de agua turbia y empantanada. Era invierno.
Luego me veo: cuerpo desnudo en un cuerpo inmaduro (leves pezones contra las costillas), temblando detenidas en las vísperas de la asfixia. Me arrancaban de la noche con una toalla áspera y blanda fregando la piel. Me volvían del silencio y no tenían palabras.
Y era casi una suerte no haberse muerto. Rodar la sangre por el cuerpo. No poder coagularse. Oscurecerse. Llevar la cuenta de un ritmo que tiende a cero.
Una vez me ahogué. De una vez y para siempre.
(prosa V )

Habitante del pantano, obscuro, denso. Vaga entre la niebla de la palabra, la niebla de la metáfora, la niebla del destino, la niebla del silencio, la niebla...
Casi no quiere saber del silencio. Pero es tan grande el amor. 
(...)Encontrar la palabra para decir lo que no quiero saber, lo que sé con certeza. Quedarme parado mirando a través de un vidrio o una reja la realidad. Mínima, profunda, serena, en el desquicio de la virtud de poder decir, aunque no entiendan.

                                                                            Alba de Tanti

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